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Este BLOG os pertenece, es vuestra puerta al mundo de la escritura, es decir al mundo de la vida. Podéis abrir la puerta con suavidad, sin apenas meter ruido. O podéis abrirla de forma escandalosa, llamando la atención de todos. Podéis entornarla un poco, o podéis abrirla de par en par. Cada uno tiene que encontrar su propia forma de llamar a esa puerta, de abrirla, de hablar con los que están dentro o con los que quedan fuera. Parece fácil, pero ese aprendizaje puede llevar toda la vida.

domingo, 6 de marzo de 2011

"LAGRIMAS POR AQUEL PRADO SOBRIO": UN RELATO DE JORGE GARCÍA IZQUIERDO, DE 2º C BTO.

JORGE GARCÍA IZQUIERDO es hasta ahora -fuera del Concurso de Microrrelatos, en el que él también consiguió el 2º premio de su categoría- el único alumno de Bachillerato que ha publicado en nuestro Blog. Solo por eso ya se merecería nuestro “eterno agradecimiento”, porque pocos empeños son tan difíciles y están tan condenados al fracaso de antemano,  como el de conseguir que los alumnos de Bachillerato escriban en “Escritores de La Serna”. Jorge en su momento publicó un poema y hoy nos trae un relato de género que tiene un estilo paródico que le da un interés añadido.



"LÁGRIMAS POR AQUEL PRADO SOBRIO", por JORGE GARCÍA IZQUIERDO, de 2º C BTO:



Al salir de la ducha mi pelo húmedo manchaba de agua mis manos, me sequé en cualquier sitio, debía estar sobrio. El traje negro de los domingos estaba ya preparado y dispuesto sobre la cama de manera que las arrugas no interactuasen al menos esa tarde en ningún problema añadido, la imagen es lo primero, ¿no?

Ya vestido con el traje miré y después de ello volví a mirar que no hubiese ninguna arruga, ni ningún desperfecto. Fácilmente encontré mis calcetines y zapatos también negros, los guantes y la bufanda se resistieron más, pero sin prisas pude salir de casa tal y como tenía planeado.

Mi coche estaba preparado esperándome en aquella plaza de garaje en la que le había encasillado el día anterior. El ruido del motor rugía con fuerza y me dispuse por fin a comenzar mi ruta. Decidí poner música clásica de fondo, el evento no era el adecuado para otro tipo de música, ¿qué pensarían de mí si por un lado tuviese preparadas mis lágrimas del momento y por otro soltase mi cabeza a desmelenarse con unos acordes de lo más estruendoso? Ni la guitarra eléctrica, ni la batería, ni aquellos agudos vocales que tanto solía imitar en otras ocasiones concordaban para nada en esta.

En la autopista tan sólo estaba yo y centenares de vehículos más; sólo se oían los pitidos producto del cabreo de los atascos con gritos y algún improperio que otro soltado por bocas sin clase ni educación. ¡Malditos aquellos que hablan y dicen aquellas cosas! ¿No se dan cuenta que voy a un lugar serio? La autopista era larga y dura, un antipático asfalto nos obligaba a caminar sobre él. Es totalmente inútil pensar que vamos a llegar a tiempo si aquellos que siguen lanzando improperios continúan en la misma senda de aquellas personas quienes no lo hacemos. ¡Es bastardo el asfalto por dejarles caminar de la misma manera que yo!

El desvío que había que realizar era sencillo, sin complicaciones. Pronto vislumbré aquel edificio que antes me indicaron; era tal y como lo había imaginado. Su planta rectangular y de una sola altura iba acompañada de su lógica sobriedad y quietud que debía representar. Sin niños gritando, jugando o corriendo se asumía una tranquilidad absoluta perfecta para aquellas ocasiones. Los colores con los que estaba pintado el edificio no eran muy vivos, todo lo contrario, parecían difuntos como los que albergaba dentro, parecían cadáveres que querían que te unieses a su mundo tenebroso, te lo pedían de una forma sin igual, escandalosa y denunciable. Los grises de la fachada se aliviaban un poco con el color crema que había en las salas. Todo aquel ambiente hizo que volviese a añorar a los gritos de los niños correteando por entre las personas; todo aquel ambiente dejó de ser tranquilo, te transmitía una angustia al compararte con aquellas figuras de cera a las que dibujaban sonrisas y vestían de gala, angustia del vivo a no serlo, sobre todo angustia por esos colores deseaban tu muerte y que, por lo menos a mí, te llevaban a su terreno en una muerte del vivo o en una viveza de la muerte de lo menos entrañable.

Alrededor de allí no había grandes construcciones ni grúas desmontando a toda una señora naturaleza, aquel paraje todavía era respetado; daba la sensación de que el ideario de todo ello, sea cual sea, quería que la multitud de lágrimas que allí se arrojasen no se evaporasen por culpa del sol, para ello nació una muchedumbre de árboles que con su copa protegían del calor a la tristeza y de la evaporación al llanto. Al mismo nivel que los árboles se evaluaban los arbustos por allí repartidos; las verdes hojas de todos ellos ofrecían una armonía que no se podía romper. Estos vegetales aportaban viveza y asombro a pesar de su armonía en cuanto a la sobriedad con el edificio a aquel paisaje que todos mirábamos alguna vez por la ventana por su llamativa calma y tranquilidad ante los aparentes extasiados corazones de los que allí nos encontrábamos; transmitían más viveza que los vivos que allí casi estaban muertos y resistían al envite de aquellos muertos que todavía pretendían estar vivos. ¡Ah! Me dejo lo más importante, el resto, el prado, el césped en el que el viento soplaba sin fuerza y en el que se vigilaba atentamente el empuje de las nubes poderosas de aquellas fuerzas divinas que hacen llover, tronar o nevar.

No era precisamente un festejo lo que habían ido a ver y a presenciar las personas allí reunidas; pero el ritual siempre era el mismo, mirar al suelo poniendo cara de tristeza como si tú te estuvieses descomponiendo tanto como el cadáver, sin llorar sacar un pañuelo pasarlo por tus ojos de manera que todo el mundo ya se ha enterado de que lloras por el difunto, de que eres el más triste en una lucha sin comprensión alguna.

Llegué por fin a la sala en la que se encontraba el muerto al que yo sí lloraba de verdad tras pasar por miles de lloros, por crematorios y por pasillos inconmensurables para la paciencia humana. En las paredes tan sólo había un cuadro de una planta depositada en un jarrón; tenía colores ocres y menguantes de ánimo; la planta tenía unas flores que carecían de esencia, de alma, de espíritu, de color blanquecino tenían las pretensiones de pasar desapercibidas en concordancia con la esencia sin esencia, con el alma sin alma y con el espíritu sin espíritu de aquella tortuosa sala. Acompañando al cuadro se encontraban dos sofás azules bien acolchados, uno de dos plazas y el siguiente, separado por una pequeña mesa negra, de una. Unas cuantas sillas (no las conté) finalizaban los asientos en aquella sala.

Varias decenas de personas se agolpaban detrás de un cristal en el que se encontraba el féretro bajo una gran cruz religiosa moralista. La cruz vigilaba acechante a los presentes, pero sobre todo al difunto debía quedarse allí muerto para siempre, para el resto de los tiempos un trozo de huesos estaba condenado a desaparecer y el resto de los presentes estaban condenados a llorarle, a condenarle a aquellos cielos en los que él nunca eligió estar, a recordarle de manera tan idílica como surrealista; su muerte nos condenó a todos a encontrarnos allí ante el final de todo, ante la despedida de la vida y a la vez ante la despedida de la muerte, antesala final de la vida.

La viuda, la condesa, lloraba en una de las dos plazas del sofá grande, sus piernas necesitaban descansar. ¡Había tenido tantos invitados esa tarde! Me acerqué a ella sigilosamente intentando que no recordara demasiado para darle el tradicional pésame, ``te acompaño en el sentimiento´´ la dije. Me dio las gracias típicas también de la tradición y de la mentira; tradiciones y mentiras que no cambiarán nada: el polvo seguirá siendo polvo y el cráneo seguirá siendo solamente eso, un cráneo.

Había también algunos familiares rezando, deleitando a su fe y a su espíritu con oraciones por el alma del difunto mandándole una y otra vez al cielo. Obvié su presencia y ni siquiera me acerqué a ellos; ellos tan sólo se acercaban a ellos mismos con esas palabras, la muerte no revuelve lo ya muerto, sólo lo descompone y desfigura para siempre, sin palabras ni intenciones.

Fui obviando poco a poco a todos y cada uno de los allí presentes, en el fondo de mis sentimientos algo había que deseaba que aquella caja se abriese y me volviese a dar los recuerdos por los que allí me encontraba. Pero no, yo no. Yo no estaba ahí para hacer el papel de toda aquella gente, no creía ni en palabras ni en oraciones, sólo creía en mí mismo, pero el otro YO de mi ser se acababa de disolver en las estepas por un simple paro cardíaco; aunque el motivo es lo de menos lo que importa es el resultado. Aún así mi lado racional, que es quizás demasiado grande, veía toda esa situación reprochable a la humanidad y a todos los que han ido conformándola: soltar lágrimas pestilentes de cocodrilo por unas cuantas tierras que acabarás vendiendo por menos dinero; soltar lágrimas pestilentes de cocodrilo sin haber soltado nunca antes una delante de aquel pobre rico que ya no se podía defender; soltar lágrimas pestilentes de cocodrilo por aquello de lo que nunca se dice que se suelen soltar. Las pasiones que tantas veces había vivido con él se magnificaban allí delante de aquella viuda que por cada lágrima que soltaba más podía casarse con un joven y apuesto por su virtud de condesa, joven y apuesto que le dará todo aquello que no puede dar el dinero. Los poemas de Jorge Manrique sobrevolaban la sala con un halo de paisaje, siempre sobrio, un halo de pasión y un halo de hombre muerto.

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