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viernes, 11 de febrero de 2011

"EL TIEMPO PERDIDO", UN RELATO DE CRISTINA ZAZO, DE 3º B ESO

CRISTINA ZAZO  se nos  descubrió como escritora casi desde que este Blog empezó a dar sus primeros pasos y desde entonces ha seguido visitándonos a menudo con sus relatos protagoniizados por jóvenes que tienen el coraje y la determinación de ser lo que quieren ser, pese a las dificultades que se les prentan en el camino. En esta historia, Carolina despierta de su dramática pesadilla y recobra la ilusión de vivir y de bailar, y con ella el tiempo perdido.



  "EL TIEMPO PERDIDO",  por CRISTINA ZAZO

Era ya bien entrada la noche. Carolina sufría, tendida en su cama, otra de esas horribles pesadillas que la hacían gritar, provocaban que frías perlas de sudor brotaran de su frente y hacían que diera tales sacudidas en el colchón que su padre se veía cada noche obligado a despertar a la muchacha de sus horribles sueños.

Habían pasado ya cuatro largos años. Ella era una niña entonces, de tan solo diez años de edad, que pasaba la noche con su madre en su casa en un pueblecillo a las afueras de Toledo. Su padre estaba, como de costumbre, en uno de esos viajes de negocios. Era una niña alegre, la gustaba cantar, tenía sus amigos, una niña perfectamente normal. Pero si algo la gustaba era bailar. Muchas veces su madre, Anna, lo calificaba como una obsesión. Aquella noche Carolina estaba en el sofá, sentada con su madre, cuando de repente sonó un ruido en el exterior. ¿O tal vez en el interior? Anna se levantó y fue a mirar quién o qué era, seguida por Carolina.

Pero lo que vieron las dejó completamente aterradas. La puerta estaba abierta de par en par, y varios hombres con la cara minuciosamente cubierta se encontraba en la entrada. Contemplaban a madre e hija, sus ojos saltaban alternativamente de la una a la otra, y el miedo de ambas parecía divertir bastante a los extraños. Amenazando a las dos con matarlas si chillaban, las ataron y amordazaron y comenzaron a romper cosas. No contentos con aterrorizar y humillar a ambas, uno de ellos agarro a Anna y la sacó a rastras de la habitación en que las tenían. Carolina oía los gritos de su madre con impotencia, con los ojos fuertemente cerrados y los puños apretados en su espalda. Los gritos de su madre cesaron y los desconocidos se fueron, dejando a Carolina sola y atada, y llevándose a Anna con ellos.

Todos dieron a Anna por muerta, pero su hija tenía algo en su interior que se negaba a creerlo. Aún así, Carolina dejó de bailar, le faltaban las ganas y las fuerzas que le daba su madre cada día. Ella vio un tatuaje en el brazo de uno de ellos, concretamente el que agarró a su madre. El tatuaje era una imagen tan cruel que le fue imposible olvidarla. En la imagen se veía a un hombre agarrando a una mujer del pelo, mientras de los ojos de ella brotaban lágrimas de sangre. Temía que su madre fuera deshonrada de aquella manera.

El mismo día en el que la joven cumplió catorce años se hizo una promesa a sí misma: No llegaría a cumplir los quince sin una noticia más de su madre. Fue al armario donde permanecía la ropa intacta de la mujer, que aún conservaba su olor. Cogió una camiseta ancha que Anna solía usar como pijama y se la puso con cuidado, recordando en cada movimiento que hacía con la camiseta puesta a su madre. Y una lágrima brotó de sus ojos, haciendo un camino brillante a su paso por la cara del color de la arena, rozando suavemente sus pómulos fríos e impregnándose en uno de sus mechones dorados. Se recostó pensando en ella en su cama, o más bien, pensando como ella, y se quedó dormida aferrada a la prenda que tantos recuerdos le traía.

Abrió los ojos en un sitio oscuro, tumbada en un viejo colchón. Olía a humedad, y por ningún sitio entraba la luz. El ruido de unos pasos aproximandose alarmó a Carolina, que se incorporó rapidamente cubriendose el cuerpo con una camiseta, que no era con la que se había dormido. Un hombre abrió la puerta y encendió la luz, y Carolina reconoció en su enorme brazo el tatuaje que había visto cuatro años atrás. Habló con una voz seca y ronca, obligándola a ponerse en pie. Según decía, tenía que subir a hacer las tareas de la casa, pero sin salir a la calle ni tocar el teléfono, que ya conocía las reglas y los castigos. La muchacha no entendía nada, pero siguió al hombre en silencio. Quiso preguntarle donde estaba, pero no salían sonidos de su boca. Por lo contrario, preguntó por donde debía empezar. Pero ni ella había pensado hacer esa pregunta, ni esa era su voz. Por el contrario la voz que daba vida a sus palabras era la de su madre. Su cuerpo no la obedecía. Era como si viera una película en tres dimensiones y las pantallas fueran los ojos de otra persona.

Fue al baño para empezar a limpiar y reconoció en el reflejo a Anna, un tanto desmejorada físicamente. Estaba delgada y pálida, y tenía unas enormes ojeras que le surcaban el rostro. Cuando la mujer terminó le pidió a aquel horrible hombre que la dejara mirar por la ventana, que llevaba semanas sin ver la luz del sol. Él asintió y ella se aproximó a los ventanales de la enorme casa. En la pared de enfrente se leía en un letrero: "La Arboleda". Entonces la voz del hombre sonó, tan ronca como antes, obligando a Anna a volver al trabajo. Carolina se despertó sobresaltada en su cama, y con el recuerdo de su sueño se levantó y encendió el ordenador. Comenzó a buscar información sobre un barrio que se llamara "La Arboleda", pues algo en ese sueño le resultaba muy real.

Encontró el barrio, que resultó estar en el este de Madrid, por lo que le pidió a su padre que fueran allí inmediatamente. Su padre, alarmado por si su hija había perdido completamente la cabeza, cogió algunas cosas y las metió en el coche con rumbo a quel lugar, siguiendo la dirección que su hija le había proporcionado. Carolina se llevó la camiseta de su madre puesta con unos pantalones vaqueros algo viejos. Después de un largo viaje, su padre paró el coche y anunció que ya habían llegado. Bajó del coche con su hija, que salió disparada hacia una casa enorme. Después de llamar repetidas veces a la puerta sin obtener respuesta alguna, se volvió cabizbaja hacia su padre para encontrar algún consuelo. Todas sus esperanzas habían sido nulas. Cuando otra de sus lágrimas se abría paso en sus brillantes ojos, lo vio. Vio a aquel hombre venir a lo lejos de la calle con su enorme cuerpo y su amenazante mirada clavada en ella y en su padre. Carolina, al verle, se apresuró a llamar más y más fuerte a la puerta, aporreandola de manera exagerada.

La puerta se abrió poco a poco y detrás de ella apareció el rostro asustado de una mujer pálida y muy delgada de mirada triste. Los ojos de la mujer brillaron, al igual que los de la joven y también los del hombre que las acompañaba. Anna, abriendo la puerta del todo, se abalanzó contra su hija con fuerza. La abrazaba reteniendola contra ella de una forma que no las pudieran separar. Lloraban, esperando que no fuera un sueño como tantas otras veces. El hombre se unió al abrazo, mirando emocionado a su esposa. Aun estando despeinada, pálida como el mármol y prácticamente en los huesos, era una mujer hermosa. Salieron corriendo los tres al coche, alcanzando a cerrar las puertas al tiempo justo para que el hombre que había presenciado el reencuentro no les alcanzara. Y por suerte no lo volvieron a ver, puesto que cambiaron de casa.

Carolina volvió a bailar como nunca, ganaba cada concurso al que se presentaba, siendo siempre animada desde la primera fila de las gradas por su madre. Cuando sus contrincantes la veían, con tan solo contemplar un momento sus gráciles movimientos al andar, ya sabían que había pocas posibilidades de ganarla. La muchacha comprendió lo fuerte que era el vínculo que la unía con su madre. Y su familia consiguió, por fin, recuperar el tiempo perdido.

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