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martes, 30 de noviembre de 2010

LA VISIÓN AMARGA DE LA NAVIDAD DE MARTA HERNÁNDEZ HIDALGO, DE 4º A ESO

En estos desapacibles días otoñales en que ya se ha colado hasta los huesos el frío del invierno, la Navidad se acerca imparable a pasos agigantados. Primero se insinuó en las estanterías  de las tiendas, donde ya los turrones y mazapanes han invadido el espacio disponible; luego aparecieron  los juguetes reclamando la atención de los niños y el nerviosismo de  los mayores; poco queda para que hagan su entrada triunfal los villancicos,  cuya música a veces pegadiza y con frecuencia ramplona nos perseguirá entre compras y fiestas, en todas partes y a todas las horas del día y de la noche. 

Si entre tanto disparate consumista y tanta alegría planificada y publicitaria hay tiempo para la espiritualidad, sea la que sea, y para el recogimiento, es una díficil pregunta que tendrá que responder cada uno de nosotros. Nos quedan, por fortuna, las vacaciones y quizá el consuelo reparador de algún premio de la lotería. Nadie le hará ascos si viene.

Pero no es de esa Navidad de la que nos habla el relato de MARTA HERNÁNDEZ HIDALGO, o mejor dicho, sí nos habla de ella,  pero como un telón de fondo ante el que sitúa una acción difícil de enmarcar en un género definido, aunque la pistola que enarbola la narradora protagonista permitiría clasificar la historia en el ámbito de la  la "novela negra". Se nos ocultan hechos y motivaciones, o sólo los conocemos a medias por el comportamiento o las palabras de los personajes. El relato, pleno de lo que se denomina "atmósfera", más que inacabado, queda abierto para que el lector lo desarrolle en su imaginación. 



AMARGA NAVIDAD, por MARTA HERNÁNDEZ HIDALGO

Me abroché el botón más alto de mi abrigo. Las calles de Madrid estaban repletas de gente sonriente y feliz, las luces de Navidad brillaban más que nunca...y hacía un frío horrible. La Navidad, en realidad, siempre me ha gustado, pero aquella noche la detestaba. Iba en busca de algo...de alguien, pero la Navidad me lo impedía. Sus luces brillando por todo Madrid me cegaban y no distinguía bien los rostros de las personas. Y además tanta gente me agobiaba y no me dejaba pensar con claridad. El frío, con sus arrogantes manos, comenzaba a tocar cada uno de los huesos de mi cuerpo.  

Caminé más rápido, puesto que necesitaba estar en la Puerta del Sol a medianoche. Seguí buscando entre los rostros de las personas. El rostro que yo buscaba era moreno, con algo de barba, y con unos grandes ojos castaños que quizá reflejasen la tristeza y el miedo a la pérdida. Pero entre la gente sólo encontraba rostros felices, llenos de alegría. "La vida es injusta", pensé. Que hubiese tanta gente feliz mientras que yo estaba en ese estado de inquietud, verdaderamente no era justo. Pero la vida es dura y hay que afrontarla con la cabeza bien alta. ¿Cómo, si no, habría llegado hasta este punto?

Mis pasos, poco a poco, me estaban llevando a mi destino. Me levanté la manga del abrigo y miré el reloj plateado que Lucie, mi hermana pequeña, me regaló. Las doce menos cinco. Debía darme toda la prisa del mundo, así que empecé a correr. Me recordé a mi misma que esto lo hacía por Lucie, porque quería un futuro mejor para ella. Él era el peor error que ella había cometido en su vida y lo estaba pagando muy caro. Lucie, esos alegres ojos azules, esos sonrosados labios siempre curvados, esa mecha rosa en su pelo negro... inocencia pura que había sido mancillada. Al fin llegué a la Puerta del Sol. Había muchísima gente pero me esforcé por situarme justo debajo del gran reloj, que marcaba que faltaban dos minutos para que dieran las doce. y ahí lo vi, aquel rostro moreno y aquellos ojos tristes. Al percatarse de mi presencia se acercó a mi.

- Brenda, yo...

-¡Cállate, idiota!

Le di un puñetazo. Él cayó al suelo y me miró sin miedo, demostrando que aquel puñetazo le daba igual. Se colocó bien su gorro negro y se levantó del suelo.

-Pégame, tienes derecho a hacerlo.

Le pegué otro puñetazo. Esta vez él mantuvo el equilibrio. Me abalancé sobre él y levanté mi puño derecho mientras que con la otra mano le sujeté el cuello de la camiseta.

-¡Eres lo peor del mundo!- grité.

Le pegué otra vez. Era consciente de que todo el mundo nos miraba, pero me daba igual. En ese momento sólo quería vengar a Lucie.

-Escúchame - dijo-. Sé que la he cagado, pero, por favor, escúchame.

Levanté mi puño dispuesta a pegarle otra vez.

- Por favor - me dijo, muy serio.

Bajé la mano y retrocedí dos pasos.

-¿Qué? - dije.

Se volvió a colocar el gorro. Una gran cicatriz recorría su ojo izquierdo. Cuando lo conocí, hacía ya dos años, ya la tenía. Siempre había sido un chico repugnante, pero en ese momento, con esa mirada llena de tristeza, me repugnaba aún más. Se colocó lentamente el cuello de su camiseta  y trató de limpiar la parte trasera de su gabardina gris.

-La protegí, lo juro -dijo-. Pero ellos me la arrebataron. Hice todo lo que estuvo en mi mano y seguiré haciéndolo para recuperarlo. Lucie es todo lo que tengo.

Levanté mi puño de nuevo, pero él lo agarró a tiempo.

-¡Suéltame! -dije-. ¡Lucie nunca fue tuya y nunca lo será!

El reloj dió las doce y las campanadas sonaron atronadoras. Fue un sonido horrible, fue el sonido de las puertas del infierno, fue el sonido de que se estaba agotando el tiempo. Me giré y corrí hacia el centro de la plaza, empujando a todo el mundo que se interponía en mi camino. Él me seguía de cerca, gritando mi nombre incansablemente.

Corrí hacia las escaleras del tren y las bajé de tres en tres. En la puerta de la estación había un cartel en el que ponía "cerrado" pero, aún así, pasé. Corrí  por los largos pasillos y salté las máquinas de la estación hasta llegar al andén. Una vez allí, saqué una pistola de mi bota y apuntando cautelosamente al aire, caminé por el andén. Puse toda mi atención en que no me atacasen de improviso. Avancé por el andén hasta llegar al final de éste. De repente oí una agitada respiración detrás de mí y, asustada, me giré y apunté con la pistola.

-¡George, estúpido! - grité - ¿Te importaría no darme esos sustos?

George, como siempre, se colocó su gorro negro y asintió lentamente.

- ¿Y tú a mí? - dijo -. Te recuerdo que eres tú la que me está apuntando con una pistola.

Bajé la pistola. Con la luz de la estación, pude ver con claridad que su gabardina gris estaba llena de manchas. En su cara se reflejaba la consecuencia de estar largas noches sin dormir. Se agachó y se ató bien sus botas negras.

- ¿Por qué me sigues? -le pregunté tajantemente.

- Porque quiero a Lucie. La amo con locura. Quiero casarme con ella.

Chisté con fastidio. ¿Por qué el tio más idiota del mundo tenía que ser el que fastidiase mi vida y la de mi hermana? Continué caminando, con la pistola en alto. George me seguía muy de cerca, lo que me incomodaba en grado máximo. Al llegar al final del andén, salté a la vía y continué caminando.

-¿Qué te crees que estás haciendo? - dijo George.

Decidí no contestarle. Semejante idiota no se merecía ni que le dejase acompañarme a buscar lo que él había perdido.

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